En el verano del año 2020, mientras preparaba un reportaje en la Sala de Exposiciones de la Casa de Cultura, me encontré con mi viejo amigo Carlos, que reside desde hace años fuera de la ciudad. Hacía muchos años que no nos veíamos, pero me comentó que seguía con asiduidad mis publicaciones en las redes sociales y que estaba interesado en contarme una experiencia personal a sabiendas de cuánto me interesan ciertos temas.
Recordamos aquellos tiempos de estudiante en la destartalada escuela de la calle Fernán Pérez y entre café y café me hizo partícipe de esta increíble historia.
CAPITULO
PRIMERO. EL VINO
Era yo un niño cuando visité por primera vez aquella casa de distribución típicamente dombenitense, puerta de madera con postigo, pavimento de rollos de río con baldosas hidráulicas a ambos lados del amplio pasillo y forjado de palos y cañizo.
Mientras
caminaba por el pasillo, contemplaba los retratos que colgaban de sus paredes,
pertenecían a personas de triste semblante, todos vestidos de negro y que
parecían seguirte con la mirada. De las oscuras habitaciones emanaba un
peculiar aroma que inundaba toda la casa, era como el de los melones que se
cuelgan para consumir fuera de temporada.
Presidiendo el comedor, un reloj de pared tapado con una vieja sábana, como la de un fantasma.
En la casa vivía una mujer muy mayor, la señora Ana, junto con sus dos hijos, Pedro y Camilo (solterones, como decimos por aquí) pero que casi nunca estaban, pues se dedicaban a las tareas del campo, se ausentaban por temporadas, por lo cual la anciana pasaba la mayor parte del tiempo en soledad con tan solo la compañía de sus gatos.
Hacía su vida en la gran cocina, no había ni televisión ni radio, del techo colgaban embutidos procedentes de la matanza, chorizos, morcillas, salchichones, lomos y tocino.
El
motivo de mi visita era comprar vino de pitarra por encargo de mi padre, para
ello llevaba una pequeña garrafa que la mujer llenaba a duras penas con una
garrafa mayor por medio de un embudo.
Mientras llenaba la garrafa, los minutos se me hacían eternos, yo esperaba sentado en un sofá de madera, no podía dejar de mirar la pared donde se encontraba el reloj, parecía que llevaba el compás del glu-glu del vino pasando de un recipiente a otro.
Estaba yo pisando la badila del brasero, por lo cual, el tac-tac que producía sobre la tarima de madera evidenciaba mis miedos. La anciana se percató de ello y con voz calmada me dijo:
– ¿De qué tienes miedo hijo?
La mirada fija en el reloj me delató.
– Es un reloj muy especial y antiguo – me dijo con su peculiar voz a consecuencia de haber perdido todos sus dientes.
– Está en nuestra familia desde cuando la guerra contra los franceses. Según me contó mi madre: a mi abuelo, se lo dio un soldado francés en pago por socorrerlo tras resultar gravemente herido en una refriega cerca del río Ortiga. Le dijo que procedía del saqueo de una gran posada de Medellín.
Tuvieron que amputarle una pierna que tenía destrozada, y finalmente murió a causa de sus heridas.
A este reloj no hay que darle cuerda, funciona siempre, y solo se detiene en momentos específicos, relacionados siempre con una tragedia y provoca sucesos extraños cada vez que se mira, es por eso por lo que lo tenemos tapado.CAPITULO
SEGUNDO. EL ORACULO DE LA MUERTE
Pagué a la anciana, cogí la garrafa y salí a toda prisa para mi casa muerto de miedo, pero con la intriga de saber más sobre el misterioso reloj.
Así
pues, llegada la festividad de San Antonio, mi padre volvió a mandarme a
comprar vino para celebrar su Santo, pudo más mi curiosidad que el miedo y
llamé a la puerta, abrí la aldabilla que la sujetaba y le di los buenos a la
mujer, puse “las perras” en la camilla y la señora Ana me invitó a sentarme.
Para mi sorpresa el reloj estaba destapado y parado, era precioso, el exterior de madera barnizada, la esfera decorada con una especie de diablo alado fumando en pipa y sosteniendo como una guadaña en su mano.
– Sí hijo, se paró justamente hace unas dos horas y estoy muy preocupada, no lo quiero ni mirar – me dijo la anciana.
Se desplazó hasta la cocina para llenar la garrafa, entonando una especie de oración que decía así:
– Ten misericordia de mí, oh, Dios; ten misericordia de mí, porque en ti ha confiado mi alma, y en la sombra de tus alas me refugiaré hasta que pasen las calamidades.
No me había percatado, pero en la otra punta del viejo sofá estaba sentado un señor, pensé que también iba a comprar vino. Estaba todo vestido de negro, que recordaba a los personajes de los cuadros del pasillo, la piel se me erizó y empecé a sentir frio, mucho frio; tenía el señor los brazos cruzados y miraba fijamente al reloj asentado con la cabeza, como esperando que sonara una campanada para ponerse en pie.
Sonó de repente una campanada y se levantó de un brinco, me miró fijamente y con una mueca de terror en su rostro exclamó:
– ¡A esa hora he muerto yo!
Y como un azucarillo en el café poco a poco su figura se desvaneció.
Al momento, el tic-tac del reloj cogió fuerzas y las manillas dieron vueltas a toda velocidad hasta señalar la hora que era en esos momentos, recuperando su velocidad normal.
– ¡Espera hijo, que te dejas el vino! – dijo la mujer al ver que corría por el pasillo en dirección a la calle.
Nunca
le conté lo sucedido a nadie, hasta hoy.
CAPITULO TERCERO. LA INSCRIPCION
Pasaron los años y cuando casi había olvidado aquella pesadilla, una fría tarde de octubre y sin darme cuenta, olvidé mi rutina de rodear la calle donde se encontraba la casa. De la ventana del ‘doblao’ bajo unas calabazas, colgaba un cartel de SE VENDE que había colocado una inmobiliaria.
Pregunté a una vecina que en aquel momento se encontraba barriendo la puerta de su casa.
– ¿Qué fue de la señora Ana y de sus hijos, que vivían en la casa?
– Murió hace ya tiempo, parece ser que cayó en uno de los conos de vino que tenían en la bodega y la pobre se ahogó. Sus hijos son ya muy mayores, pusieron la casa en venta y se fueron a una residencia de ancianos.
– Vaya, pobre mujer – le contesté.
– Pero si usted está interesado en la casa, llega tarde, porque la ha comprado un matrimonio de Villanueva.
– No,
no, solo era curiosidad – le respondí.
Tras conocer la noticia de la muerte de la anciana, perdí de alguna manera el miedo a pasar por esa calle. Un día vi que estaban derribando la casa y junto a ella se encontraba un contenedor de escombros al que había tirado toda clase de elementos y enseres, el cañizo del forjado, varias damajuanas de vidrio, etc., y medio enterrada, una caja que parecía confeccionada con madera procedente de los embalajes para quesos y que tenía atado con una cuerda un roído crucifijo.
Retiré parte del cañizo, la tierra de su alrededor, y traté de abrirla, pero los clavos que la cerraban estaban muy incrustados, no pesaba mucho y al moverla, escuché un sonido que me resultó familiar, era la campana de aquel maldito reloj del francés.
Me lo llevé a casa, y sin desembalarlo lo coloqué en un rincón del sótano, como si fuera un trofeo conseguido tras haber vencido a mis miedos.
Allí estuvo varios meses, un día quité el crucifijo y desde entonces el tic-tac procedente de su interior se hizo insoportable. Me recordó al juego de aquella película que pusieron hace poco por televisión, no recuerdo ahora el título, esa en la que unos niños encuentran un juego de mesa.
– Jumanji – le respondí yo.
– Sí, esa misma – me dijo.
Una noche, cuando todos dormían, cogí un martillo y con mucho cuidado fui quitando los clavos que sujetaban la tapa, retiré una raída sábana que lo envolvía y efectivamente era el reloj.
Decidí llevarlo a la relojería de un amigo para su revisión y ajuste. Resultó ser un extraordinario reloj de pared de una prestigiosa marca alemana, originario de la Selva Negra y datado aproximadamente hacia el año 1800. Caja fabricada en madera maciza tallada a mano. Reloj de cuerda y péndulo, que da las horas y las medias horas, funcionando correctamente.
– Si estás interesado en venderlo lo puedo incluir en mi catálogo online, le haremos una fotografía – me dijo el relojero.
En la relojería estuvo varios días, siempre tapado, hasta que mi amigo insistió en que me lo llevara, pues desde que estaba en su tienda, fueron varios clientes los que se quejaron de percibir un desagradable olor como a melones podridos.
Cuando fui a recogerlo, me dijo que alrededor del péndulo tiene grabada una inscripción muy desgastada, apenas visible, dice algo así:
“San
Caralampio. Patrón dos borrachos e dos coxos”
CAPITULO CUARTO. EL SOLDADO FRANCES
La inscripción está escrita en gallego y traducido al
castellano viene a decir algo así:
“San Caralampio. Patrón de los borrachos y los cojos”
Curioso que el reloj estuviera siempre relacionado con personas que tenían que ver con el vino, los licores y los cojos, recordemos que el soldado francés perdió una pierna durante la Batalla de Medellín el 28 de marzo de 1809.
Lo que no os he contado es que mi amigo hace algunos años sufrió un accidente laboral que le ocasionó la amputación de parte de su pierna derecha.
Las piezas de este extraño puzzle parece que van poco a poco encajando, este objeto debe tener una historia oscura, como haber pertenecido a alguien que murió trágicamente, y su energía residual podría manifestarse a través de fenómenos extraños.
Podría marcar horas que no corresponden a la realidad, como detenerse en momentos clave o retroceder, lo que podría indicar la presencia de espíritus atrapados en el tiempo, permitiendo que contemplemos visiones del pasado o incluso apariciones de personas que han estado conectadas al objeto.
Pero la historia no termina aquí, continúa el relato de mi amigo:
– No quise llevarme el reloj a casa y lo llevé a la casa de los abuelos, que lleva muchos años cerrada, voy muy a menudo por allí, pues aparte de servirnos para guardar trastos y muebles que no utilizamos, tengo un pequeño taller donde monto maquetas de modelismo. Colgué el reloj en el salón, por supuesto luego lo tapé con la vieja sábana, no sé, sentía que debía hacerlo, no me preguntes el por qué. Voy allí casi a diario, ahora que estoy jubilado.
La semana pasada tuve el deseo irrefrenable de destapar el reloj, me quedé como hipnotizado mirándolo y de repente, no sé cuánto tiempo pasaría, pero en la esquina del salón se materializó la figura de un soldado.
– Su uniforme, estaba desgastado y manchado de barro, revelaba las cicatrices de una guerra brutal. La chaqueta azul, característica de los soldados franceses, estaba rasgada y sucia, mientras que los botones brillaban tenuemente, como si aún llevaran el peso de la historia. El espectro, con una expresión de dolor y sufrimiento, se acercó lentamente.
Su rostro, pálido y demacrado, mostraba la huella de la muerte, pero sus ojos, aunque vacíos, parecían transmitir una profunda tristeza y anhelo. En su pecho, una herida abierta, emanaba un tenue resplandor, como si la vida misma se hubiera quedado atrapada en ese instante fatídico.
Paralizado por el miedo, observé cómo el soldado levantaba su mano, señalando hacia el reloj, como si intentara comunicar un mensaje y con voz de ultratumba dijo:
“Fui terriblemente mutilado y encontré la muerte en los campos de España. No olviden nuestro sacrificio”.
La figura del soldado se tambaleó, como si luchara por mantenerse en este mundo.
El reloj estaba parado a las 3:30 y tal como apareció, comenzó a desvanecerse. Creo que fui testigo de algo más que una simple aparición; había presenciado el dolor de un alma atrapada entre dos mundos, un recordatorio de las atrocidades de la guerra y el sacrificio de aquellos que lucharon en ella.
Luego me llevé un susto de muerte, el tic-tac del reloj cogió fuerzas y las manillas dieron vueltas a toda velocidad hasta señalar la hora que era en esos momentos, lo tapé y no he vuelto a ir por la casa, ya no me atrevo.
– ¿Qué te parece si vamos a Asilo y hablamos con los hijos de la señora del vino? – le comenté.
– Vale, tal vez puedan dar algo de luz a esta extraña
historia – contestó.
Y así lo hicimos. De los dos hermanos, tan solo quedaba con vida uno de ellos, el mayor había muerto al poco de ingresar en la residencia de ancianos.
Nos invitó amablemente a sentarnos y nos contó...
CAPITULO
QUINTO. EL GRIMORIO
El hombre, ya muy mayor, estaba sentado en una silla de ruedas, aprovechando la luz que entraba por la ventana leía un viejo libro, caída en el suelo estaba una vieja estampa del Arcángel San Miguel, que utilizaba como marca-páginas.
Aquí os dejo un enlace por si os apetece leerlo o consultarlo, está en castellano.
Al
oír la palabra ‘reloj’ el anciano palideció y echó mano de nuevo a la estampa
que había guardado en el libro, se santiguó y la besó.
CAPITULO FINAL. EL SINIESTRO
Al día siguiente, el extraño personaje se puso en contacto con Carlos por mediación del relojero.
El personaje llamó a la puerta a la hora convenida, vestía todo de negro, unas ropas que parecían absorber la luz. Sus ojos, dos pozos de oscuridad, se fijaron rápidamente en la sábana que envolvía el reloj.
– Devuélvemelo, susurró, su voz resonando como un eco en la
penumbra. Ese reloj no te pertenece. Es un vínculo con fuerzas que no
comprendes.
Carlos, temblando de miedo, recordó las advertencias que había escuchado sobre el reloj: que traía consigo una maldición, que aquellos que lo poseían eran perseguidos por sombras eternas. Sin embargo, en su mente, una chispa de valentía comenzó a encenderse.
– No puedo entregártelo, respondió, su voz temblorosa pero decidida. No sé qué poder tiene, pero no puedo dejar que caiga en tus manos.
El siniestro sonrió:
– ¿Crees que puedes desafiarme? Este objeto es sólo un fragmento de lo que realmente soy. Si no me lo entregas, sufrirás las consecuencias.
La entidad demoníaca anhelaba recuperar lo que le pertenecía. El aire estaba impregnado de un hedor a azufre y desesperación, mientras el eco de susurros ininteligibles resonaba procedente del reloj, como si estuviera vivo, brillaba con una luz siniestra a través de la sábana.
El demonio, una figura oscura y retorcida, cuyos ojos ardían con un fuego infernal, con una voz que resonó como un trueno, reclamó su pertenencia:
– ¡Devuélvemelo, mortal! No eres más que un ladrón en mi reino de sombras.
La atmósfera se tornó pesada, era muy impactante y llena de tensión y Carlos sintió cómo la posesión del reloj se convertía en una carga insoportable.
Con el corazón latiendo con fuerza, se refugió tras el viejo crucifijo, símbolo de fe y esperanza en medio de la oscuridad. El personaje demoníaco retrocedió, pero con su presencia amenazante, exigió la devolución del reloj, un objeto que representa no solo el tiempo, sino también el control y el poder sobre la vida de los mortales.
El reloj comenzó a vibrar, como si estuviera vivo, alimentándose del miedo y la desesperación de Carlos. En un momento de claridad, comprendió que el verdadero poder no residía en el objeto, sino en la elección de liberarse de su influencia, y con un grito desgarrador, arrojó el reloj al suelo, donde se hizo añicos, liberando una oleada de energía oscura que envolvió al demonio.
El ser, atrapado en su propia ira y desesperación, se desvaneció en un grito de furia, mientras las sombras se disipaban y la luz comenzaba a filtrarse por las ventanas.
Carlos, aunque libre de la maldición del reloj, quedó marcado
por la experiencia. La lucha había terminado, pero el eco y la advertencia de
lo que había enfrentado perduraría el resto de su vida.
FIN
NOTA: Es una historia de ficción que parte de una idea o
hecho que da lugar a lo que posteriormente será el tema y el desarrollo del
argumento, la trama, los personajes, etc.
Escrito especialmente para la época de la fiesta de Halloween.