Hoy se asoma por esta ventana otro Diego, este amigo también
es una figura muy destacada dentro de nuestra comunidad, un hombre querido, respetado
y solidario, es el Cronista Oficial de Don Benito, D. Diego Soto Valadés.
Nació en Don Benito en el año 1945 y es Maestro Jubilado. Ha
ejercido su labor docente en colegios públicos de Mérida, Badajoz, Rena y Don
Benito, así como también en el IES “José Manzano”.
Socio de Honor y Presidente de la Asociación Amigos de la
Cultura Extremeña de Don Benito (1986-1990) y Presidente de la Agrupación Coral
de Dombenitense (1994-2001), siendo actualmente Presidente de la Junta Local de
la Asociación Española Contra el Cáncer y Cronista Oficial de la Ciudad de Don
Benito desde el año 2000.
Es coautor y coordinador de infinidad de trabajos, uno de
los últimos es el “Diccionario-Callejero Histórico de la Ciudad de Don Benito” y
junto a Daniel Cortés González le ha servido
para alzarse con el XIX Premio de Investigación “Santiago González”, convocado
por el Ayuntamiento de Don Benito y la Asociación de Amigos de la Cultura
Extremeña.
Miembro de la Comisión Organizadora del 150 Aniversario de
la Concesión del título de Ciudad a Don Benito, actualmente es miembro del
Comité Organizador y Comisión de Lectura del Premio Nacional de Periodismo
“Francisco Valdés” y del Comité Organizador del Premio Santiago Castelo a la
Trayectoria Periodística.
Además, ha sido Pregonero de Fiestas Patronales y autor infinidad
de artículos en revistas y prensa local. Muy acertadamente, y en relación al
tiempo que vivimos, ha querido recuperar para esta ocasión, un artículo que
publicó en la revista de La Velá 2018 y que tal vez, alguno de vosotros no conozcáis.
Nota: Muchas gracias a Daniel Cortés por los apuntes biográficos.
UN DILEMA FAMILIAR
Por Diego Soto
Hoy en día se presenta en muchas familias, por diversos
motivos y razones, un dilema a la hora de resolver la situación de algún
familiar de avanzada edad, padres, madres, abuelos, abuelas, etc. ¿Qué será lo
más adecuado?, cuidarlo en casa o llevarlo a un centro de mayores o asilo de
ancianos.
Y es que, en muchos casos, surge la inquietud y la
responsabilidad de los familiares a la hora de tomar esta decisión. Afloran las
dudas y preocupaciones de, si recibirá los servicios de apoyo social, la
atención médico-sanitaria conveniente, si el anciano experimentará tristeza,
pena, depresión o miedo al verse alejado de la familia en un centro geriátrico
rodeado de personas en estados más deplorables, etc.
No pretendemos, ni somos quienes para juzgar a nadie si
entran o no a algún familiar en una residencia geriátrica o asilo, ya que en
cada familia se dan situaciones, razones y circunstancias diversas, que
determinan la decisión adoptada en cada caso tales como: la falta de
tiempo para la atención del mayor, la
necesidad que tienen de una alimentación especial, la ignorancia ante el
cuidado de las enfermedades diagnosticadas, la situación económica del hogar,
la falta de espacio y adecuación de la vivienda, el tema del trabajo de la
familia teniendo que dejarlos solo en casa, etc.
Ante esta realidad que subyace en muchas familias de nuestra
actual sociedad, me ha parecido oportuno transcribir la siguiente historieta
que encontré en la tercera página del periódico “La Unión” (Madrid), del martes
10 de agosto de 1886, con el título TIO MARTÍN, escrita por Enrique Gálvez
Holguín, donde una familia decide llevar a un anciano a un asilo por motivos
económicos. Historieta que considero que pueda ser motivo de reflexión para
algunas personas que hayan tenido que tomar una u otra decisión ante sus
mayores.
TIO MARTÍN
Aún conservo en el fondo de mi alma, grabado con caracteres indelebles,
el recuerdo gratísimo de aquellas para mi tan felices y tranquilas veladas en
las que mi buena y santa madre, rodeada de todos sus hijos y al amor de dulce y
consolador fuego, recitábanos sentidas y conmovedoras historietas a las que
ella, con verdadero juicio y sentido práctico, aplicaba oportunas moralejas de
las que se desprendían útiles y provechosas enseñanzas. Entre las varias con
que entretenía nuestra infantil curiosidad, recuerdo una, tan verdadera como
interesante, que juzgo digna de ser referida.
A fines del pasado siglo y en una de las más apartadas y retiradas
Calles de la villa de Don Benito, importante y rica población de Extremadura,
vivía un honrado y laborioso trabajador llamado Vicente Martínez, el que en
unión de su esposa, su achacoso y anciano padre el tío Martin y siete hijos,
ocupaba una modesta y humilde vivienda. Aunque el salarlo que ganaba Vicente
era algo exiguo para atender a las más apremiantes necesidades de aquella
numerosa familia, los esfuerzos incansables de aquél y la prodigiosa economía
de su esposa hicieron que en aquella casa, verdadero santuario de virtudes domésticas
no faltase nunca lo más preciso para subvenir a las necesidades de la vida. La
Providencia, esa madre común de los mortales, velaba solícita por la suerte de
aquella virtuosa y ejemplar familia a la que si faltaban comodidades, sobraba,
en cambio, salud y alegría.
Pero, ¡ah! bien pronto estas únicas é inestimables riquezas que
poseían, perdieron por completo. Tres de los hijos sucumbieron, en el breve
espacio de ocho años, víctimas de aguda y perniciosa fiebre, y la infeliz
madre, agotadas las fuerzas y presa de horribles amarguras cayó en el lecho,
tal vez para no levantarse de él jamás.
En
tan suprema y angustiosa situación la necesidad obligaba de imperiosa manera a
adoptar una determinación triste y lamentable, pero precisa al fin, con el
desdichado y paralítico anciano; acordóse llevar al hospital al tío Martin
único medio de que el pobre anciano estuviese cuidado convenientemente en sus
achaques y dolencias. Esta separación era dolorosa, pero inevitable.
Nada más conmovedor que describir la escena que entonces ocurrió en el
seno de aquella honrada y generosa familia. El tío Martin, entristecido y
lloroso, limpiándose con el dorso de su callosa y arrugada mano gruesas
lágrimas que corran de sus megillas, se despedía para siempre de aquella casa,
mansión para él en otros tiempos de puras felicidades y honestas venturas, ¡Qué
recuerdos tan tristes apenaban el corazón del desventurado viejo! Por su mente
cruzaban, como en cristal de mágica y fantasmagórica linterna, los días felices
deslizados entre aquellas paredes, testigos de su existencia honrada y
pacífica.
¡Con qué religiosa devoción
besaba y rebesaba la estampa bendita de la Patrona del pueblo, Nuestra Señora de las Cruces, colocada
a la cabecera de su lecho! Y entre sollozos entrecortados y lágrimas mal
contenidas despedíase de sus nietezuelos a los cuales encargaba fuesen siempre
buenos cristianos y amasen a sus padres.
Mientras tanto su hijo, transido el corazón de amarga pena preparaba,
el pobre y humilde hatillo que había de llevar al hospital el anciano. En
atención al estado de éste y a la larga distancia que mediaba desde la casa al
benéfico Asilo, Vicente resolvió conducir a cuestas a su padre. El camino era
largo y la carga excesivamente pesada; por esta razón, Vicente resolvió hacer
un pequeño descanso y cobrar fuerzas para poder llegar al término de su viaje.
Invitó a su padre a descansar y con sumo cuidado le sentó en una gruesa piedra
que próxima a una casa se hallaba.
Nublóse la frente del octogenario y paralítico anciano, nuevas lágrimas
se desprendieron de sus ojos, no consiguiendo los consuelos y reflexiones de su
hijo mitigar la honda pena que demostraba el tío Martin. ¿Por qué lloráis con tanta
desesperación, padre mío? le dijo Vicente. Hijo mío—contestóle el anciano—¡providencial y
rara coincidencia! En esta misma piedra descansé hace ya muchos años cuando
conducía a mi padre al hospitalario albergue donde tú hoy me llevas. Quiera
Dios, prosiguió el pobre viejo, seas tú más afortunado que lo fueron tu abuelo
y tu padre, que tuvieron la desgracia de morir en un asilo de la caridad.
El llanto ahogó la voz en la garganta del honrado y humanitario
Vicente, el cual entre frases entre cortadas y tiernas caricias al autor de sus
días, sólo pudo exclamar: —Padre mío, no quiero que mis hijos hagan conmigo lo
que yo iba a hacer con Vd.; volvamos a casa y Dios y la Santísima Virgen de las Cruces velarán por todos.
Dios veló por todos, hijos míos, repuso nuestra cariñosa y buena madre;
pues la fortuna volvió a dispensar sus favores a aquella familia tan digna de
ventura. La laudable y meritoria acción de Vicente tuvo su recompensa en esta
vida, aparte de la que en la otra pudiera obtener de la Justicia Divina.
Creo que hemos de reconocer, que, en muchos de los casos, lo
que a la persona mayor más le duele es la separación de la familia, el miedo a
la soledad. Que lo que más quiere es el amor, el cariño y estar con sus hijos y
nietos dentro del entorno familiar.
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