Es un placer compartir con vosotros una carta enviada por mi amigo José María Gallardo que nos brinda una visión cercana y personal sobre las ceremonias de homenaje a los valientes caídos en la batalla de La Albuera.
Estas ceremonias, que se llevan a cabo cada año por la Associação dos Amigos do
Cemitério dos Ingleses em Elvas, representan un acto de memoria y respeto hacia
quienes lucharon y perdieron sus vidas en aquel enfrentamiento histórico.
Además, en su misiva, nuestro amigo nos comparte detalles sobre la
conferencia que realizó, enriqueciendo aún más nuestro entendimiento sobre la
importancia de mantener viva la memoria de estos eventos y honrar a los héroes
del pasado. Y traducido al castellano, el paso del capitán inglés John
Patterson por Don Benito
Comienzan en Valverde de Leganés el día 13 de mayo. Allí está enterrado el
teniente coronel sir William James Myers, que fue mortalmente herido en la
batalla y murió al día siguiente en Valverde.
El día 14 se celebra una misa por el rito anglicano en la capilla del baluarte
de São João da Corujeira, donde se encuentra el cementerio. La misa la oficia
una mujer, la reverenda Fran Le Blanc. Después se sube al baluarte propiamente
dicho. Allí están las tumbas de los que murieron en la batalla, así como,
adosadas al muro, una serie de lápidas en honor de regimientos y batallones.
Las lápidas están en inglés, la mayoría, aunque algunas de ellas están en
portugués y en español. Hay discursos por parte de militares británicos,
portugueses y por parte del comandante militar de Badajoz. El año pasado el
comandante era un coronel y este año ha sido un general. Todos los discursos
son en inglés, aunque este año ha habido un cura capellán de la base General
Menacho, que ha hablado en español.
Luego hay una comida, llamémosla de hermandad, en un hotel de Elvas, una
subasta de objetos y libros relacionados con la guerra de la Independencia, y
una charla sobre algún asunto que tenga que ver con la guerra. Este año, por
mis pecados, he sido yo el encargado de la charla. Tiene que ser en inglés
porque aproximadamente el 70% de los socios son británicos, un 20% portugueses
y un 10% españoles.
La conferencia me salió casi perfecta, está feo que yo lo diga. Mantuve la
atención en todo momento y por las reacciones del respetable vi que estaba
gustando lo que decía y, sobre todo, no me pasé de tiempo. Eso hubiera sido
fatal después de una comida opípara y abundancia de vino portugués.
El día 15, se trasladan las ceremonias a Vila Viçosa, donde también enterraron a muchos británicos, y el 16, aniversario de la batalla van a La Albuera. Yo solo he asistido a las ceremonias del día 14.
Te adjunto algunas fotos y los textos. En la foto del cementerio se ve poca gente porque nos apiñamos a la sombra.
Espero que te guste.
Un abrazo, Chele.
John Patterson en Don Benito
Marzo de 1812
Permanecimos en Campo Maior hasta el 4 de noviembre y
desde allí nos dirigimos a Portalegre y Alburquerque. En este último pueblo
quedamos alojados el 4 de marzo de 1812.
[...] De nuevo partimos de Alburquerque y, después de
varias marchas y contramarchas, nos dirigimos a Don Benito, a donde llegamos el
22 de marzo, habiéndonos detenido previamente algunos días en Almendralejo.
Don Benito es un pueblo grande con una población de
alrededor de cinco mil almas, y se sitúa en el corazón de una región muy productiva.
Se me alojó en la casa de don Diego Ramírez, cuya
familia estaba formada por cuatro damiselas guapas y rollizas, dos niños, y su
esposa, una matrona charlatana, que en esta ocasión estuvo muy mandona. Se me
acomodó en un aposento hermoso y bien amueblado, donde inmediatamene me
presentaron a mi respetable anfitrión, un viejo caballero español bueno y
alegre. Nos sentamos alrededor de un gran brasero, bien provisto de carbón, y
pronto nos enzarzamos en un parloteo ruidoso y en cotilleos, con una soltura
digna de los adeptos más expertos a esta ciencia. De acuerdo con la costumbre,
unas simpáticas muchachas se encargaban del aparador y servían líquido
cristalino a los que quisieran formar parte de la Liga Antialcohólica.
Comenzada la cena, don Diego presidía al estilo de un auténtico mayordomo. El
festín consistía en un gran plato de ensalada con aceite y otros ingredientes.
Sirvieron chucherías en abundancia, que ocupaban el lugar de alimentos más
nutritivos, mientras, a modo de entremés, traían embutidos y ajo, lo cual nos
agasajó las glándulas olfativas muy agradablemente. A estos siguieron otras
chucherías y, para fomentar la alegría de nuestra juerga, sirvieron vino
generoso con liberalidad. Tampoco les daba vergüenza a las jóvenes señoras de
servirse copas llenas de esa bebida vivificante, y se llenaban vasos de
dimensiones parecidas a nuestros vasos ingleses para el whisky. Una de las
damiselas, que se llamaba Margarita, entretenía con su guitarra a la
concurrencia con algunas canciones agradables, y la acompañaba su hermana
Francisca cantando, mientras que Dolores, bonita y de ojos negros, bailaba un
bolero tocando las castañuelas del modo más encantador, para deleite y
admiración de aquel alegre grupo.
Los españoles parecen tener en todo momento alma para
la música, y aprecian sobre todo la vena lastimera, tal y como la cantan las
muchachas campesinas de esa forma tan cautivadora. Les encanta la gaita
escocesa, así que cuando apareció el cuerpo de ejército de las Highlands, la
gente de toda edad y condición corrió a las puertas y ventanas para escuchar a
Sandy, su gaitero, mientras tocaba por las calles.
Antes de que comenzara el asedio de Badajoz, se ordenó
a la 2ª división que marchara en dirección a esa plaza, con el fin de formar
parte de un cuerpo de observación destinado a contrarrestar cualquier
interrupción de nuestros planes, que podrían estar amenazados por el duque de
Dalmacia, que en ese momento permanecía con su ejército en la vecindad de
Sevilla, en Andalucía. Consecuentemente las divisiones de los generales Hill y
Graham acamparon en los bosques de delante de Talavera la Real, a tres leguas
de Badajoz, en la orilla izquierda del Guadiana.
Septiembre de 1812
El 1 de septiembre volvimos a reanudar nuestro viaje
hacia el interior, y, como salimos varias horas antes del amanecer, llegamos a
La Haba cuando clareaba. En su mayor parte nuestro camino atravesaba una región
escasamente plantada de olivos, pero que tenía numerosas y productivas viñas.
Al aproximarnos a La Haba se podían discernir en la distancia las agujas de las
torres de Don Benito, y al avanzar dos leguas más apareció el cerro de Marcella
[Magacela], sobre cuya parte más alta se yergue el castillo y el pueblecito de
Marcella. El primero es una ruina fortificada, con una torre redonda en el
centro, y el segundo es un lugar pobre y mísero que consiste en unas pocas
casuchas apiñadas unas contra otras.
Vimos que, como todos los pueblos pequeños de esta
parte de España, La Haba era un montón de moradas insignificantes, agrupadas
sin orden ni regularidad, como si el lugar se hubiera caído de repente de las
nubes. La iglesia, como siempre, en el centro, era el objeto más prominente de
esta colección confusa de viviendas inclasificables.
Entramos en Don Benito el 4 de septiembre, y, como ya
nos habíamos alojado allí antes, los habitantes fueron amables y hospitalarios.
En esta ocasión, igual que en todas las demás, tuvimos la oportunidad de
observar que los españoles resultaban ser un pueblo generoso y amable, y que
manifestaban de todas las formas posibles, y con todas las señales de buena
voluntad, el placer que experimentaban no sólo por ver a unos extraños sino
también por el regreso de aquellos a los que habían conocido antes, y que en
otros momentos habían disfrutado de su hospitalidad. Se me alojó en la casa de
don Pedro Montenegro, un caballero gordo y corpulento que se esforzó junto a su
familia en hacer mi permanencia entre las paredes de su casa tan agradable como
yo pudiera desear.
Durante nuestra estancia se llevó a cabo en mi
alojamiento la ceremonia de una boda española, que, aunque no brindara muchos
motivos de los que se suponen que animan a la concurrencia, fue característica
de la gente y de sus razones para unirse en santo matrimonio. Alonso, el novio
feliz, tenía dieciséis años y era un lindo muchacho de mejillas sonrosadas. Sus
amigos le propusieron como pareja idónea para la señora María Teresa, hija de
mi casero, con la finalidad de evitar el riesgo de ser llamado a servir en el
ejército. Los hombres casados estaban exentos de acudir a filas y todos los
jóvenes de la localidad se casaban para evitar las levas de la Junta, así que,
por miedo de la guerra, muchos se desposaban a edad muy temprana, o incluso
siendo niños. Nuestro héroe no parecía estar muy interesado en la cuestión.
Como era joven e ingenuo, la pasión del amor era bastante extraña a su corazón.
Su prometida, Mariceta, una hermosa muchacha de dieciocho años, no era sin
embargo de tal condición, pues al haber llegado ya a la edad de discernimiento,
estaba mejor educada en toda esa clase de cosas y, en consecuencia, se mostró
tan atractiva como pudo a los ojos de su joven novio. Apenas habían estado
juntos antes del casamiento. Parece que habían dejado de lado el cortejo como
aspecto superfluo del negocio y, puesto que los sabelotodo de la familia habían
ajustado todo el asunto del matrimonio previamente, a aquellas pobres y leales víctimas
no les quedaba otra cosa que hacer que continuar con lo que se les había
ordenado.
Habiéndose reunido los amigos y conocidos (una
cuadrilla de viejos y jóvenes de ambos sexos) además de una porción regular de
clérigos, Alonso hizo su entrada vestido con un capote de un material tan
cálido como para encender alguna llama en su helado
pecho, si es que en él pudiera haber algún ascua
mortecina. Llevaba el pelo atado con cintas y su atuendo se completaba con un
fajín. La guapa novia, a la que asistía su hermana Catalina, llegó poco
después, ataviada con un vestido negro, que en estas ocasiones era costumbre
llevar puesto a todas horas.
Luego llegó el reverendo padre y, sin dilación,
comenzó los preparativos para remachar la cadena mediante la lectura de un
libro enorme y negro a la luz de un cirio largo. Después de haber musitado
algunos minutos en un tono hueco apenas audible, unió las manos de los
contrayentes y luego impartió su última bendición, con lo que concluyó esta
ceremonia tan importante. Una vez el venerable cura hubo otorgado su bendición
a los invitados, todos tomaron asiento inmediatamente en sillas y bancos bajos
a ambos lados de la estancia. La patrona, junto a las deidades que la ayudaban,
se retiró a una alcoba contigua desde donde comenzaron a servir refrigerios de
todas clases en platos grandes, que dos curas guapos y joviales repartían, y
que al ofrecérselos a las encantadoras señoritas mostraban no poca galantería,
lanzando cumplidos y palabras dulces que sus oídos complacientes aceptaban de
buena gana.
Entretanto el pobre Alonso, sentado como si fuera la
Paciencia, aunque no sonreía por la pena, daba la impresión, sin embargo, de
querer estar en su casa con su madre, en vez de estar obligado a hacer
semejante papel en la farsa. De vez en cuando la novia recatadamente ocultaba
la cara y su sonrojo de las miradas groseras con un velo largo y negro del más
delicado encaje.
Se pasaron bandejas con chocolate y dulces, y las
damiselas hurtaban los trozos y se los guardaban en el bolsillo sin el menor
remordimiento de conciencia. Hacia las nueve de la noche comenzó a disolverse
la concurrencia. Con ello y con los saludos generales de todas las partes se
terminó la más estúpida de las bodas estúpidas, mientras Alonso se iba
tranquilamente a la casa de su padre, entre las sonrisas y los guiños de las
solteronas envidiosas, al tiempo que su cara sposa se quedaba en casa con su
bendita soltería soñando con la felicidad futura.
Mientras permanecimos en Don Benito, los naturales
rivalizaron entre sí en su esfuerzo para ofrecer la mayor satisfacción a sus
huéspedes, y entre los muchos medios con los que se empeñaron en distraernos
estaban los bailes y otras fiestas.
Las reuniones solían tener lugar en los amplios
aposentos de un edificio grande, residencia de un marqués, situado en la
magnífica plaza. Las hijas de mi anfitrión, tan bellas y alegres, acudían
regularmente a la sala de baile. Las acompañaba hasta allí un hombre alto de
aspecto oscuro que en todas las ocasiones, en su calidad de acompañante
oficial, tomaba a las damiselas bajo sus alas, y al avanzar recogía un refuerzo
de viejos y jóvenes. A su llegada, el grupo, convertido en una multitud
abigarrada de incondicionales, incluyendo criados y un séquito de seguidores,
de los cuales muchos, bajo la pretensión de ser hermanos, amigos o familiares,
se colaban sin estar invitados, dando empujones detrás de las señoras, sin
modales, lo que provocaba considerable irritación en la parte respetable de la
comitiva. En estas ocasiones las mujeres no se arreglan mucho. Únicamente se
trenzan el cabello, o se echan una mantilla suelta por los hombros y el cuello,
y se adornan los pies con un par de zapatos blancos o amarillos, para salir
resueltamente con el mismo vestido que han llevado puesto todo el día.
Nos fuimos de Don Benito el 13 de septiembre, pasamos por las llanuras de
Medellín y vadeamos el Guadiana como a una legua aguas arriba del puente.